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lunes, 28 de octubre de 2024

La banca

 



Se miró al espejo y notó los surcos que rodeaban sus ojos azules. Los años no habían transcurrido en vano, pero ella se enorgullecía del paso del tiempo. Al fin y al cabo, su vida había sido feliz y plena, o al menos eso se repetía todos los días a modo de terapia.

Siempre se había jactado de su buen estilo y sentido de la moda. Consideraba un pecado salir de su casa sin estar arreglada apropiadamente, pero hoy… hoy tenía que lucir perfecta. Terminó de alistarse, y cuando se dirigía a la puerta principal de su departamento, escuchó unos pasos en el segundo piso.

— ¿Marge?, ¿a dónde vas?

Ella volteó para encontrarse con su esposo aún en pijama parado a la mitad de la escalera.

—¡Tom! —contestó nerviosa—, no quise hacer mucho ruido para no despertarte. Inauguraron una nueva exposición en el Museo de Historia Natural y tenía pensado ir hoy.  ¿No te había avisado?

—No, no lo hiciste —dijo Tom aún adormilado—, pero si me esperas unos minutos, puedo cambiarme de ropa y acompañarte.

—¿En serio, Tom?, ¿quieres acompañarme a un museo cuando lo único que harás será dormirte en las bancas de cada sala de exhibición? —respondió Marge tratando de disimular su nerviosismo—. Quédate a descansar. El café está recién hecho y te dejé el desayuno en el horno para que sólo lo puedas calentar.

—Bueno… si tú insistes —respondió Tom aliviado—. Que te vaya bien ¡Te quiero!

—Yo también, Tom… yo también.

Marge salió de su edificio. La calle era relativamente tranquila como la mayoría en el Upper East Side, por lo que pensó en caminar a la avenida más cercana para tomar un taxi. Para su fortuna, cuando había dado unos pasos, vio que se acercaba uno libre y le hizo la parada.

—Central Park a la altura de la calle 72 West, por favor.

—Claro, señora.

Miró nerviosa su reloj, iba con el tiempo justo para su cita. Sintió un hueco en el estómago al recordar la conversación con Tom. Ella pensaría que después de tantos años, el cuerpo no reaccionaría de esa manera ante las omisiones y las mentiras, pero no era así. 

El ruido del claxon de los coches la sacó de su ensoñación y se dio cuenta que el conductor la miraba a través del retrovisor.

—Señora, hay un embotellamiento en Central Park, trataré de rodearlo por Columbus Avenue, ¿le parece bien?

—Haga lo que usted considere prudente porque tengo prisa.

El trayecto que tardaría diez minutos de su departamento al punto de encuentro se estaba prolongando más de lo necesario. ¿Y si él ya no estaba? ¿Y si nunca más lo volvía a ver?

El tráfico matutino había hecho que se bajara anticipadamente del taxi y que recorriera a pie la cuadra que la separaba de Central Park, y aunque se veía rebasada por la gente que se dirigía a su trabajo y por los entusiastas corredores, obligaba a su cuerpo a moverse lo más ágil posible por la calle 72 West para no llegar tarde a su cita.

El otoño en Nueva York mostraba sus colores ocres por toda la ciudad en esa mañana de noviembre, y aunque el frío de la estación era incipiente, las ráfagas de viento calaban en sus huesos como alfileres haciendo que su andar fuera más lento de lo que ella deseaba.

Llegó a la esquina donde se encontraba el legendario edificio Dakota. Esperó impacientemente a que cambiara el semáforo para poder cruzar hacia el parque, cuando lo vio. Bob estaba sentado en la banca de siempre, puntual como de costumbre. Si bien las canas y las arrugas delataban su edad, nunca había perdido la galanura que la conquistó hace más de cincuenta años.

Por fin el semáforo le indicó que podía avanzar hacia su destino. Su corazón comenzó a latir con más fuerza e hizo que le faltara el aire.

—¡Marge! ¿Qué te ha pasado? Parece que has corrido un maratón. Ven, siéntate y descansa.

Marge se sentó al lado de Bob y trató de recuperar su aliento.

—Hola —dijo con su voz entrecortada—, perdona la tardanza; el tráfico de la ciudad es cada vez más caótico.

—No pasa nada, mujer. Sabes que no importa la hora, yo aquí te espero. Además, me gusta admirar desde este punto cómo va cambiando el panorama citadino. 

Bob la tomó de la mano tiernamente y le preguntó:

—¿Cómo está tu familia?

—Oh, muy bien, gracias a Dios. Tommy, mi nieto mayor, ha entrado este año a Stanford, mientras que Paul sigue siendo el rompecorazones de la preparatoria.

—¡En eso se parece a su abuela! —dijo Bob riendo.

—¡Calla! —rio Marge sonrojada.

—¿Cómo está la familia de Ashley? —preguntó Marge.

—Espero que bien, desde que se mudaron a Florida no he sabido mucho de ellos.  Ya sabes que a mi yerno nunca le gustó el clima neoyorkino, mientras que yo, tengo un arraigo muy profundo en esta ciudad…

Un silencio se apoderó de su conversación. Bob soltó la mano de Marge y nerviosamente entrelazó sus dedos.

—¿Te has puesto a pensar, Marge, que si mi carta hubiera llegado a tiempo, no estaríamos hablando de tus nietos y de mi hija, sino de nuestra familia?

Marge intentó contestar, pero las palabras simplemente no salieron.

—Ya lo sé. Es un tema que hace mucho tiempo prometimos no mencionar, pero a veces me gusta pensar en esa historia alterna que no pudo ser –dijo Bob tímidamente.

A Marge se le hizo un nudo en la garganta, y trató de distraerse viendo a las palomas que se acercaban por la acera en busca de alimento.

—Sé que cada año te digo lo mismo, Marge, pero significa mucho para mí la placa que mandaste a colocar en esta banca… nuestro lugar especial. Siempre te amaré, no lo olvides.

Marge desvió la mirada para que él no notara las lágrimas que se asomaban por sus ojos. Sintió una ráfaga de viento que levantó las hojas caídas de los árboles… y supo que Bob se había ido.

Se levantó lentamente de la banca, no sin antes acariciar la placa que hace diez años le había mandado a grabar:

Para Bob, cuyo amor ha trascendido todos los límites de la vida y de la muerte.

1945 -2014

Marge